Saliralaire

  • Diario Digital | viernes, 29 de marzo de 2024
  • Actualizado 00:02

29-O. Felix Ovejero Nos oponemos a construir fronteras en nombre de la identidad

"Nos oponemos a construir fronteras en nombre de la identidad". (...) Quienes aquí estamos no nos reunimos para recrear identidades, historias de otros siglos, para reivindicar muertos mitos o patrias milenarias, para mirar hacia el pasado"(...) "Vengamos de donde vengamos, todos somos ciudadanos"...

29-O. Felix Ovejero Nos oponemos a construir fronteras en nombre de la identidad

Ahora mismo muchos balcones de nuestra ciudad se llenan de banderas de España, de banderas de España, de Cataluña y de Europa, unas junto a otras. Aquí, en Barcelona como en otras parte de España. Y es bueno que sea así, porque no hay incompatibilidad ninguna. Quienes exhiben sus banderas muestran su voluntad de ampliar el círculo de su humanidad, el ámbito de su ciudadanía, de la democracia y de la justicia. Quienes aquí estamos no nos reunimos para recrear identidades, historias de otros siglos, para reivindicar muertos mitos o patrias milenarias, para mirar hacia el pasado. Nos une algo muy sencillo, bien fácil de resumir: el compromiso colectivo de defender nuestros derechos y libertades. Son pocas palabras, pero bien precisas, desprovistas de ampulosidad. Hará falta mucho tiempo para drenar tanta prosa de sonajero, para restaurar la dignidad de palabras maltratadas en este tiempo: democracia, libertad. De momento me basta con concretar ese compromiso. Me cabe aquí, en el bolsillo: aquí la tienen, nuestra constitución. Esos 169 artículos que nos hacen ciudadanos libres e iguales. Nunca hay que olvidarlo y menos que nunca en estas hora: la ley es el poder de los excluidos del poder, de los sin poder, nuestra garantía contra el despotismo. La civilización.

Nos oponemos a construir fronteras en nombre de la identidad. Toda frontera es un límite a nuestra condición humana, una barrera a los ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Hay unos, los nuestros, para con los que importan la moral y la justicia y otros a los que no alcanzan los derechos. Admitir una frontera es una resignación, una derrota de la razón y la justicia. Pero hay algo peor, levantar una frontera nueva donde no la había: convertir en extranjeros a los que ya son conciudadanos, decirles que son nuestros iguales, que no son dignos de decidir ni de compartir con nosotros. 

Pero esa razón combatimos el nacionalismo. Sí, el nacionalismo, esa tóxica ideología. Sabemos bien a qué me refiero. Recuerden la insuperable definición del gran Jaume Perich: el nacionalismo consiste en creer que los seres humanos descendemos de distintos monos. Aun peor, consiste en cimentar diferencias de derechos en esa superstición. No lo olviden, lo han oído mil veces: porque somos distintos no queremos decidir ni distribuir con los diferentes. Privilegios sostenidos en mentiras. 

Como no podía ser de otra manera, el golpe secesionista ha sido derrotado. Ahora importa derrotar a las ideas que lo justificaban, esas que han abierto una brecha civil entre ciudadanos, que encanallado las amistades y desatado el odio en las familias. Lo peor. La compañía inseparable del nacionalismo. Quien construye comunidades en nombre de identidad, obligadamente, acaba defendiendo la desigualdad. Hay ciudadanos mejores, más puros que otros, buenos y malos catalanes, esos otros que, según esa infame expresión que tantas veces hemos tenido que escuchar: “deben integrase para ser buenos catalanes”. 

Ante eso solo nos queda reivindicar nuestros mestizaje, somos mestizos de pura cepa, y defender que, vengamos de donde vengamos, todos somos ciudadanos. Aquí, en Barcelona, como en Sevilla, en Cuenca, en Madrid, en Vitoria, ciudadanos de pleno derecho. Nadie es más que nadie ni nadie es dueño de un territorio que, porque es de todos, no es patrimonio nadie. Esa es la impresionante conquista de las revoluciones democráticas, la nuestra como ciudadanos españoles, la que nos han querido desbaratar. Esa es nuestra realidad más inmediata. Nuestra aspiración, la de cualquier persona decente, es que mañana podamos decir lo mismo en el sentido más pleno en París, en Berlín o en Roma. Que nuestros derechos políticos y sociales, nuestra condición de ciudadanos libres e iguales, se extienda a cualquier rincón de Europa. Para empezar. Ahondar la democracia y la justicia. Lo dicho: la civilización.